Si fuera cierto que los consumidores se han ahorrado 15.000 M€ gracias a la reforma energética y que el año 2014 terminará sin déficit de tarifa, como ha declarado el Ministro de Industria, cabría pensar dos cosas, o que el sistema eléctrico habría generado multimillonarios beneficios en los años anteriores o que está al borde de la ruina por tan notable descenso de ingresos. En el primer caso sería urgente exigir una investigación y en el segundo poner bajo sospecha las afirmaciones oficiales en un escenario en el que los precios de la energía contribuyen a la pérdida de renta de los hogares.
Si nos atenemos a la Ley 24/2013 del sector eléctrico, el mecanismo que se ha establecido para la eliminación del déficit de la tarifa eléctrica consiste en trasladar a los peajes de forma automática cualquier desviación entre costes e ingresos y si ello no fuera suficiente, a los presupuestos del Estado. Para garantizar que los ingresos por peajes financian el sistema, se ha elevado el término de potencia en el recibo de la luz y levantado barreras económicas y regulatorias al autoconsumo fotovoltaico y al ahorro energético. Posteriormente, el RDL 8/2014 ha establecido los primeros pasos para atajar el déficit acumulado de 800 M€ en la tarifa del gas y los déficits a partir de 2015 con el mismo criterio de subidas automáticas de peajes y se va a aprobar un nuevo decreto para cargar a los consumidores el déficit de la tarifa eléctrica de 2013.
El supuesto éxito de la reforma eléctrica es en realidad un método de socialización de pérdidas del sistema eléctrico y gasista que se trasladan automáticamente al consumidor y al contribuyente. Los ahorros son puro espejismo desde el momento que se deja al consumidor sin ninguna protección ante la volatilidad de los precios en el mercado mayorista, justo el que el Ministro de Industria ha declarado que no va a reformar en esta legislatura.
Los malos ratios del actual modelo energético persisten: más dependencia energética de los combustibles fósiles, más emisiones de CO2 asociadas a la generación eléctrica, más intensidad energética comparada con Europa, más déficit en las tarifas de la luz y el gas y más pérdida de soberanía en las decisiones corporativas como se ha comprobado en el desmantelamiento de Endesa por Enel.
La reforma energética es una reforma procíclica que no se ha planteado para asentar un cambio en la base tecnológica e industrial de la economía sobre la que impulsar el crecimiento, con fuentes más baratas y autóctonas, sino para garantizar únicamente los ingresos de un sistema energético tradicional, sostenido en una permanente pérdida de renta nacional, por el mayor coste de las importaciones de hidrocarburos, y de renta disponible por los precios de la energía.
La política energética poco ha contribuido a superar la crisis económica y mucho a mantener las barreras que impiden la transformación del modelo energético como instrumento de innovación y reactivación económica. La falta de transparencia del mercado mayorista, el freno impuesto a la energía solar, a la eólica y al autoconsumo, la falta de una auditoría de costes del sistema energético y los escasos avances en la desagregación vertical de las empresas han sido factores que han elevado los costes energéticos a numerosos sectores de la economía. El único diagnóstico, repetido hasta la saciedad, de que las renovables eran las culpables de todo se ha demostrado falso; por el contrario, después de cinco años de recortes y freno a la inversión renovable, la incertidumbre y la inseguridad no han desaparecido del escenario energético.
El tiempo no se ha detenido y frente al inmovilismo de una regulación energética diseñada hace décadas para un mix basado en los combustibles fósiles y la energía nuclear, en el mundo se va perfilando un cambio en la orientación de los mercados y de los modelos de negocio hacia un incremento sostenido de la inversión renovable y de una cuota creciente en la innovación que supone la generación descentralizada y autosuficiente. Un modelo energético descentralizado con renovables es más rentable y eficiente que el mix convencional basado en los elevados costes de los hidrocarburos y de la seguridad nuclear.
El incremento de la generación renovable está produciendo efectos demoledores en el sector convencional- antes llamado régimen ordinario- por su impacto en la reducción de precios en el mercado mayorista. Las cuentas del gas ya no salen, como las del carbón o la nuclear con los nuevos estándares de seguridad post-Fukushima. La mejora de la competitividad de las tecnologías solar y eólica avanza en paralelo con la pérdida de rentabilidad de las fuentes convencionales. Una auténtica transición energética global está en marcha a través de la innovación en las tecnologías de generación, microgeneración y almacenamiento. ¿Por qué la reforma energética se ha posicionado en contra de esta transformación energética y ha decidido frenarla en España?
Es preciso rectificar y convertir la política energética en un instrumento de reactivación económica a través de la autosuficiencia energética vinculada al desarrollo de la industria y la reducción de los costes energéticos a empresas y hogares. La energía ha de convertirse en el instrumento de política económica anticíclica más importante. El escenario descrito por Bloomberg para 2030 es que el 70% de las nuevas instalaciones de generación serán renovables, la fotovoltaica reducirá sus costes más de un 50% y la inversión renovable crecerá un 230% hasta los 428.000 M€, mientras descenderá la generación con gas, carbón y petróleo al 45%. PW&C prevé para 2030 que el 20% de la generación mundial sea de origen descentralizado por la mejora de la competitividad fotovoltaica.
Permanecer ajenos a esta revolución de la innovación energética es el preludio de una futura crisis energética que se está gestando en la actual crisis económica. La recuperación de la economía y del empleo requiere que se avance en la transición de un modelo energético centralizado y vertical a otro descentralizado y distribuido, orientado a la demanda. Se necesita contar con una estrategia energética a largo plazo con tres prioridades: reducir la dependencia energética de los combustibles fósiles, mejorar la intensidad energética para la producción de nuestros bienes y servicios y eliminar las emisiones de CO2.
Hay dos razones para impulsar este cambio: la rentabilidad de la transición energética por lo que representan sus externalidades positivas para la economía y los ciudadanos sobre el modelo convencional y la aparición de un nuevo perfil de consumidor, a la vez generador y parte activa de la gestión de la demanda. Olvidar estas dos razones es la mayor debilidad de la reforma energética.
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